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2010
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Publié par
Publié le
08 décembre 2010
Nombre de lectures
43
Langue
Español
Poids de l'ouvrage
2 Mo
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Español
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The Project Gutenberg EBook of Fortunata y Jacinta, by Benito Pérez Galdós
This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
with this eBook or online at www.gutenberg.net
Title: Fortunata y Jacinta
dos historias de casadas
Author: Benito Pérez Galdós
Release Date: November 5, 2005 [EBook #17013]
[Last updated on August 13, 2007]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK FORTUNATA Y JACINTA ***
Produced by Chuck Greif
Fortunata y Jacinta: (dos historias
de casadas)
por
B. Pérez Galdós
Imprenta de La Guirnalda
Madrid
1887
ÍNDICE
PARTE PRIMERA-I- -II- -III- -IV- -V- -VI- -VII- -VIII- -IX- -X-
-XIPARTE SEGUNDA
-I- -II- -III- -IV- -V- -VI-
-VIIPARTE TERCERA
-I- -II- -III- -IV- -V- -VI-
-VIIPARTE CUARTA
-I- -II- -III- -IV- -V-
-VIPARTE
PRIMERA
-IJuanito Santa
Cruz
-ILas noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me
las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo
mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban
a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se
reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el
chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni
tenían todos el mismo grado de aplicación: Zalamero, juicioso y circunspecto
como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando
con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza
discretas señales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa
Cruz y Villalonga se ponían siempre en la grada más alta, envueltos en sus
capas y más parecidos a conspiradores que a estudiantes. Allí pasaban el rato
charlando por lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o soplándose
recíprocamente la lección cuando el catedrático les preguntaba. Juanito Santa
Cruz y Miquis llevaron un día una sartén (no sé si a la clase de Novar o a la de
Uribe, que explicaba Metafísica) y frieron un par de huevos. Otras muchas
tonterías de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar
este relato. Todos ellos, a excepción de Miquis que se murió en el 64 soñando
con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el célebre alboroto de la
noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella
ruidosa ocasión, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se
ganó dos bofetadas de un guardia veterano, sin más consecuencias. Pero
Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor, porque el primero recibió un sablazo
en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el
segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a laprevención en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes
decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron
veinte y tantas horas, y aún durara más su cautiverio, si de él no le sacara el
día 11 su papá, sujeto respetabilísimo y muy bien relacionado.
¡Ay!, el susto que se llevaron D. Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es
para contado. ¡Qué noche de angustia la del 10 al 11! Ambos creían no volver
a ver a su adorado nene, en quien, por ser único, se miraban y se recreaban
con inefables goces de padres chochos de cariño, aunque no eran viejos.
Cuando el tal Juanito entró en su casa, pálido y hambriento, descompuesta la
faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mamá vacilaba
entre reñirle y comérsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se había
enriquecido honradamente en el comercio de paños, figuraba con timidez en el
antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa Tertulia, porque
las inclinaciones antidinásticas de Olózaga y Prim le hacían muy poca gracia.
Su club era el salón de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches
D. Manuel Cantero, D. Cirilo Álvarez y D. Joaquín Aguirre, y algunas D.
Pascual Madoz. No podía ser, pues, D. Baldomero, por razón de afinidades
personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompañó a
Gobernación para ver a González Bravo, y éste dio al punto la orden para que
fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado
Juanito.
Cuando el niño estudiaba los últimos años de su carrera, verificose en él uno
de esos cambiazos críticos que tan comunes son en la edad juvenil. De
travieso y alborotado volviose tan juiciosillo, que al mismo Zalamero daba
quince y raya. Entrole la comezón de cumplir religiosamente sus deberes
escolásticos y aun de instruirse por su cuenta con lecturas sin tasa y con
ejercicios de controversia y palique declamatorio entre amiguitos. No sólo iba
a clase puntualísimo y cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada
primera para mirar al profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo,
cual si fuera una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como
diciendo: «yo también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los
que le cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto o
que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su furibunda
aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le traía muy
desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre que fuesen al
Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche del conocimiento.
Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del chico de Tellería
(Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los temas más sutiles de
Filosofía de la Historia y del Derecho, de Metafísica y de otras ciencias
especulativas (pues aún no estaban de moda los estudios experimentales, ni
el transformismo, ni Darwin, ni Haeckel eran para ellos, lo que para otros el
trompo o la cometa. ¡Qué gran progreso en los entretenimientos de la niñez!
¡Cuando uno piensa que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades
remotas, se habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y
diciendo toda suerte de boberías...!
Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de
BaillyBaillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere Villalonga que un día
fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los
débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos quepidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y
angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su
vanidad maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la
supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No quería
tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno de la
conciencia que podemos llamar los misterios gozosos de Barbarita.
Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas
entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee! Yo digo que esas
cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las demás... En fin, más vale
que le dé por ahí».
Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de Filosofía y
Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño fuese comerciante,
ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados los
estudios académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda
crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o transición de
edades en el desarrollo individual. Perdió bruscamente la afición a aquellas
furiosas broncas oratorias por un más o un menos en cualquier punto de
Filosofía o de Historia; empezó a creer ridículos los sofocones que se había
tomado por probar que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas
sacerdotales era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión
de Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que lo
era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le importaba
que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional consigo mismo , o
bien otra cosa semejante, como quería probar, hinchándose de convicción
airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en aflojar la cuerda a la manía de las
lecturas, hasta llegar a no leer absolutamente nada. Barbarita creía de buena
fe que su hijo no leía ya porque había agotado el pozo de la ciencia.
Tenía Juanito entonces veinticuatro años